domingo, 1 de julio de 2012

The Date I: -25

La cocina de la abuela Miriam olía a canela y limón. A Diana le encantaba sentarse sobre alguno de los taburetes que rodeaban la enorme mesa de madera que la presidía, armada con sus lápices de colores y su bloc. Mientras la oronda y alegre mujer cocinaba y tarareaba melodías de su juventud, ella se dedicaba a dibujar todo aquello que se le ocurría.

-¡Mira, abuela, mira! –gritó la pequeña agitando un papel ante los ojos de la anciana.

-Espera, cariño, no seas impaciente. Deja que termine de cortar la verdura y ahora mismo estoy contigo.

Diana suspiró y decidió que debía enfadarse con la abuelita por hacer más caso a una tonta cebolla que a ella, así que se cruzó de brazos y frunció el ceño todo lo que pudo, como hacía su papá cuando se enfadaba con mamá. La mujer la observaba divertida, sabiendo que la rabieta se esfumaría en cuestión de segundos, deleitándose en la extraña belleza de la niña, que había heredado el cabello negro y brillante de su padre y los grandes ojos verdes y la piel pecosa de su pelirroja madre.

Dos minutos después (aunque la chiquilla estaba convencida de que debían haber pasado al menos tres horas), Miriam se dirigió renqueante a la mesa, sonriendo a su nieta de cinco años.

-Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan importante que tienes que enseñarme?

-Esto –su dedo gordezuelo señalaba un dibujo trazado en negro en el que se adivinaba un alto moño, unas gafas y una sonrisa enorme.

-¿Quién es? –preguntó la anciana fingiendo curiosidad.

-Pero, ¿es que no lo ves? ¡Si eres tú! –Miriam abrió los ojos y la boca en un ensayado gesto de sorpresa-. Éste es tu moño, y éstas son tus gafas, y éstas son tus orejas.

-¿Y qué es esto que tengo en la frente?

-Abuela, mañana deberías venir al cole conmigo porque no sabes nada. ¡Son números! Un uno, un cinco, un… cero, un nueve, otro uno, otro nueve, un ocho y… un cero –recitó orgullosa mientras los repasaba con el lápiz-. Antes el ocho no lo sabía hacer, pero ya sí, me ayudó mamá. ¿Te gustan?

-Sí hija, sí, pero… ¿por qué me los has dibujado ahí en la frente? ¿Es que querías ponerme precio y venderme en el mercadillo?

-Qué tonta eres abuela. ¿Cómo te voy a vender en el mercadillo, si no cabes en ninguna caja? Mamá dijo el otro día que ojala pudiera empaquetar a papá y mandarlo a la China, pero que no creía que hubiera cajas tan grandes como para meter a papá y a "Suego" ¿Quién es "Suego", abuela? ¿Es un amigo de papá?

La mujer se echó a reír ante la ocurrencia de Diana. Que fuera su hijo no la eximía de conocer sus defectos, aunque procuraba quitarles importancia.

-Sí, cariño. "Suego" es el mejor amigo de papá. Pero todavía no me has dicho por qué me has puesto esos números en la frente.

-Todo el mundo tiene números en la frente. Los míos no se ven bien, aunque me acerque mucho al espejo y haga así con los ojos –la niña entrecerró los párpados con gesto concentrado- son tan pequeñitos que no puedo leerlos.

-Ah, ¿y los míos sí? –repuso Miriam, intrigada por la nueva invención de su imaginativa nieta.

-Sí, los tuyos son bonitos y grandes. Y los del abuelo también eran muy grandes. Los de mamá y papá son más pequeños que los tuyos, pero no tanto como los míos.

-¿Y dices que todos tenemos números en la frente?

-Claro, abuela. ¿Es qué tú no los ves? A lo mejor deberías usar unas gafas distintas, como papá cuando lee el periódico.

-Diana, escúchame. Esos números que ves, ¿están ahí siempre o solo aparecen de vez en cuando?

-Están siempre, abuela. Aunque te laves la cara cien veces con jabón, no se van nunca.

La anciana miró a su nieta fijamente, y se sorprendió rogando por que aquello no fuera más que una inocente fantasía infantil. Sacudió la cabeza e intentó sonreír mientras se decía a sí misma que no debía dar tanta importancia a las palabras de una niña de cinco años. Sin embargo, la sinceridad que veía en la cara de la pequeña le empujó a continuar preguntando.

-¿No se van ni siquiera cuando te hacen una foto? –la niña sacudió enérgicamente la cabeza, y la anciana salió un momento de la cocina, arrastrando su pierna derecha. Cuando volvió, agarraba con dificultad una gran fotografía enmarcada, en la que podían verse cinco rostros sonrientes-. Aquí, mira aquí, cariño. ¿Puedes ver los números de tu abuelo? ¿Puedes verlos? ¿Puedes?

Diana la miró desconcertada, y Miriam trató de tranquilizarla.

-Es que tenías razón, necesito otras gafas para ver los números, éstas no me sirven. ¿Harías una cosa por la abuelita? ¿Podrías decirme qué ves en la frente de tu abuelo? ¿Y me prestarías tu bloc y uno de tus lápices?

Su nieta sonrió encantada de poder ayudar a su abuela, y le tendió el ajado bloc y el lápiz rosa, que era su color favorito, y estaba segura de que también era el de su abuela.

-Un dos, un tres… un cero… un cinco, un uno, un… nueve, un siete y otro nueve.

La anciana escribió los números tan rápidamente como sus artríticos dedos se lo permitieron. Se concentró en ellos unos segundos, y trazó dos líneas temblorosas que dividieron aquella serie de cifras en tres grupos claramente diferenciados: 23/05/1979. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor, mientras se llevaba la mano al corazón. Su pierna sana dejó de sostenerla y cayó al suelo, desparramando los lápices de colores y los dibujos de su nieta a su alrededor. La niña comenzó a llorar, asustada.

-Diana… Diana, ven aquí –la llamó la anciana con un hilo de voz. La niña acudió a su lado, las mejillas surcadas de gruesas lágrimas-. Cariño, tienes que prometerme una cosa. ¿Lo harás? ¿Sí? Así me gusta. Prométeme que nunca le contarás a nadie nada sobre esos números. Nunca. Escucha, esto es importante, no llores. Eso es, tranquila. No ocurre nada malo con ellos. Es que son tan especiales que quiero que sean un secreto entre tú y yo, para siempre, siempre. ¿Lo prometes?

La pequeña asintió mientras ponía su pequeña mano sobre la de la mujer, que aún seguía aferrada a su corazón. Seguro que su abuela se había hecho daño, igual que cuando ella se cayó del columpio del jardín. ¿Y qué hacía su mamá cuando ella se caía y le sangraban las rodillas? Cantaba. Le cantaría a la abuela para que se sintiera mejor.

La habitación comenzó a girar lentamente alrededor de Miriam. Intentó recordar los números que su nieta había visto dibujados en su frente, pero fue en vano. Cerró los ojos y se concentró en la suave voz de la niña, que entre sollozos canturreaba una nana. Rendida, se dejó envolver por la oscuridad, mientras sentía la llamada de las voces de su pasado.

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