domingo, 1 de julio de 2012

The Date III: -15

-Te he dicho cientos de veces que uno no se sienta a la mesa con la cabeza cubierta –el hombre se aflojó el nudo de la corbata, pero aún así parecía a punto de morir asfixiado, el sudor perlando su frente y el rostro congestionado por la furia- No sé por qué tu madre sigue comprándote todos esos gorros y pañuelos… Mírate, si pareces una hippie…

-Todos esos gorros y pañuelos se los compra ella misma con la paga que tú le das los domingos –contestó la mujer en tono cansado, acostumbrada a los ataques de su marido-. Así que deja de echarme la culpa de todo lo que Diana hace. Creo que se te ha olvidado que tú también tuviste quince años. Y me parece que en algún cajón andan todavía las fotos del verano que pasamos en Ibiza… A tu hija le encantará verte con melena, la guitarra a la espalda y un porro en la mano.

Le hizo un guiño a la joven, que le correspondió con una sonrisa. De todas formas, su marido tenía razón en cuanto a sentarse a comer con una boina de lana calada hasta las orejas, así que la mujer hizo un gesto indicando a Diana que debía descubrirse la cabeza. Había educado a su hija para que fuera una señorita, y nunca le permitía saltarse las normas. La chica obedeció sin quejarse. En realidad se dejaba el gorro a propósito. Si se sentara a la mesa sin él, estaba segura de que su padre no sólo no le dirigiría la palabra durante toda la comida, sino que ni siquiera la miraría. Aquel hombre serio que pasaba la mayor parte del día e incluso más de un fin de semana enfrascado en su trabajo apenas tenía tiempo para su hija de quince años. Y ella siempre se sentía transparente cuando estaban juntos. Dejarse sus gorros o sus pañuelos en la cabeza a la hora de comer era lo único que rompía aquel maleficio de invisibilidad.

-Didi, ¿a qué hora viene a recogerte Natalia para la fiesta del instituto? Y no me vengas con que te lo has pensado y has cambiado de opinión. Me prometiste que irías, y que te pondrías lo que te compré el otro día.

-Pero llevaré el pañuelo de flores, ese fue el trato. Eso y un nuevo objetivo para mi cámara. El padre de Natalia llegará sobre las ocho y luego nos recoge a la una en la puerta del instituto. Y por favor, deja de llamarme Didi, que no soy una niña.

Tras la conmoción que sufrió aquel día en el cementerio, Diana se prometió no volver a hablar nunca más, temerosa de que algún día su secreto escapara de la cárcel de su boca e hiciera daño a la persona que lo oyera, como le había ocurrido a la abuela Miriam. Pero después de nueve meses de consultas con un batallón de psicólogos, psiquiatras y terapeutas, la niña llegó a la acertada conclusión de que sus padres la obligarían a asistir a aquellas sesiones durante el resto de su vida y se rindió. Sus padres felicitaron al Dr. Jiménez y como muestra de agradecimiento, éste recibió en su domicilio una caja de puros habanos y una botella del mejor whisky escocés, aunque Diana siempre pensó que la que merecía el regalo era ella, ya que había aguantado sin rechistar a aquel hombre con olor a tabaco rancio que la obligaba a dibujar sin parar. Desde entonces no había vuelto a coger su bloc y sus lápices de colores, que había escondido en el fondo del baúl de los juguetes.

Lo cierto era que tenía ganas de ir a la fiesta, aunque nunca lo hubiera admitido delante de su madre, a quien le aseguró que no asistiría por nada del mundo. No podía decir que se llevara mal con sus compañeros de instituto, pero tampoco se llevaba bien. Su única amiga era Natalia, su compañera de juegos desde la guardería, una chica extrovertida y con gran sentido del humor, que siempre la hacía reír y que respetaba sus “días negros”, como ella los llamaba, aquellos en los que a duras penas podía reunir fuerzas para salir de la cama e ir al instituto, y durante los que ni se molestaba en dirigir una palabra o una mirada a los que la rodeaban.

Pero esa noche era especial. Su madre le había comprado unos bonitos vaqueros desgastados y una camiseta ajustada de colores alegres, a juego con un pañuelo floreado que pensaba ponerse a estilo pirata, que destacaría sobre su pelo negro y su exuberante flequillo.

Cuando el padre de Natalia tocó el claxon, Diana salió disparada hacia la puerta. Como habían acordado, Natalia iba en el asiento del copiloto, el dorado cabello rizado recogido en una coleta, los dorados ojos ribeteados de rímel, así que saludó con un gesto a su amiga y a su padre, y se dirigió directamente a la parte trasera del coche.

-¡Hola, Pecosilla! ¿Preparada para la fiesta? Veo que te saliste con la tuya y llevas puesto el pañuelo… Te sienta muy bien –el chico, de pelo castaño, ojos marrones y de altura tal que sus piernas parecían encajadas entre el asiento delantero y el trasero, la ayudó a enganchar el cinturón de seguridad. A ella le temblaban tanto las manos que no atinaba a encontrar la ranura en la que se suponía que debía encajar.

-¿Tú crees, Juan? A mi madre no le ha hecho mucha gracia –contestó la joven, rezando para que en la penumbra del coche no se viera el rubor de sus mejillas.

-¿Qué sabrá tu madre? No conozco a ninguna chica a la que le sienten mejor esos pañuelos y esos gorros tan estrafalarios.

Desde su privilegiado asiento, Natalia carraspeó de forma exagerada.
-Con la excepción de mi querida hermana, por supuesto.
Diana sonrió y vio que el reflejo de su amiga en el espejo delantero le hacía gestos para que continuara hablando.

La música llenaba el gimnasio del instituto, que había sido decorado expresamente para la ocasión. Al fondo, habían colocado mesas con refrescos y aperitivos, y en la zona central los chicos y chicas se agolpaban moviendo sus cuerpos a ritmo de sintetizadores.

-¿Quieres un poco? –Natalia sacó una pequeña petaca llena de un líquido color miel, y la agitó ante los ojos de una sorprendida Diana.

-Eso no será…

-¡Sí, ron! Lo he tomado prestado del mueble-bar de mi madre. Tiene por lo menos otras diez de éstas, así que no la echará de menos.

-Pero ya sabes que yo nunca he bebido…

-¡Ni yo! Pero siempre hay una primera vez para todo –afirmó convencida a la par que vertía un chorro del dorado líquido en el vaso de su amiga, y otro en es suyo-. Además, hoy es tu noche. Ya te dije que pillé a mi hermano hablando por teléfono con uno de sus amigos, y le aseguró que hoy se atrevería a pedirte salir. ¡Ahora sí que vamos a ser como hermanas!

Las dos jóvenes brindaron con sus vasos de plástico y comenzaron a bailar contagiadas por la súbita euforia que se había apoderado de la pista de baile. Según discurrían los minutos Diana iba sintiéndose cada vez más ligera, como si el peso del secreto que siempre llevaba con ella se fuera esfumando con el dulzor del ron. No recordaba la última vez que se había sentido tan libre y tan feliz. Se fijó en el rostro de su amiga y se alegró al comprobar que aquellos números que trataba de evitar a toda costa (por fortuna todo el mundo daba por hecho que su costumbre de no mirar a la cara de las personas y desviar la vista cuando hablaba con cualquiera se debía a su extrema timidez) aparecían tan difuminados ante sus ojos que era incapaz de leerlos. Eso la hizo sonreír aún más que la seguridad de que antes del final de la fiesta, Juan y ella serían por fin algo más que amigos.

Al cabo de un rato, exhaustas por la combinación de baile y alcohol, se sentaron en las gradas del gimnasio.

-Acabo de darrme cuenta de una cossa… -afirmó Natalia con toda la seriedad que le permitían los tres vasos y medio de ron y limón que se había bebido.

-¿De qué? –hipó Diana, que acababa de comenzar el segundo.

-Ess la prrimera vez que me mirass a la cara mientrrass hablamoss. Y ess la prrimera vez que te veo sonrreír de verdad.

La joven no podía estar más de acuerdo con su amiga. Realmente la noche estaba resultando mucho mejor de lo que ella había podido imaginar. Sacudió la cabeza en señal de asentimiento, y disfrutó de la sensación de letargo que embotaba todos sus sentidos.

-¿Sabess? Yo te conozco muchíssimo máss de lo que piensass. Tú no eress tan tímida, no. A ti te ocurrre algo dessde que te dio el patatúss en el cementerio. Antess no erass assí. Yo me acuerrdo…

-Shshsh… es un secreto… Le prometí a mi abuela que no se lo contaría a nadie.

-Pero yo soy tu máss y muy mejorr amiga, y tienes que contármelo. Si no me lo cuentass, le diré a mi herrmano que tieness una foto suya saliendo del baño.

-Si Juan me pide salir hoy, no le importará que tenga una foto suya ¡hip!

-Ya, pero no crreo que le haga grracia saberr que se la hicisste dessde la calle con el teleobjetivo que te rregaló tu padrre por Rreyess. Assí que si no quieress que se entere de que andass esspiándole por lass ventanass de mi casa, tendrráss que contárrmelo.

-Está bien, pero tienes que prometerme… no, tendrás que jurarme que nunca le hablarás de mi secreto a nadie.

-Te lo juro –Natalia se llevó los dedos pulgar e índice a los labios y los besó ruidosamente.

-Está bien, te lo contaré –Diana respiró hondo, demasiado aturdida como para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía la sensación de que aquella noche no podía ocurrir nada malo-. Cuando miro las caras de la gente, veo la fecha de su muerte en su frente, como si alguien se la hubiera tatuado.

-¡Dioss, Diana, tú flipass! ¿En serio piensass que me voy a trragarr esso? Esstaré borrracha, pero no soy tonta.

-Te juro que es -¡hip!- verdad. Ahora mismo, si tu cabeza dejara de dar vueltas, vería la tuya.

-¡Dímela! ¡Dímela, porr favorr!

-No pienso hacerlo. Además estoy tan mareada que seguro que me equivoco.

­-Esso lo dicess porrque tengo rrazón y te acabass de inventarr todo lo que me hass contado.

-No me lo he inventado. Para quieta un momento y te la diré.

Natalia dejó de moverse al ritmo de la música, y permitió que su amiga le pusiera las manos en las sienes y se acercara a ella con los ojos entrecerrados. Por un momento pensó que las otras chicas del pueblo tenían razón, que su mejor amiga era lesbiana y que le había soltado ese rollo para poder darle un buen morreo. Pero al mirarla a la cara, a pesar del estado de embriaguez en que se hallaba, se dio cuenta de que Diana estaba observando su frente con gesto concentrado. Si se trataba de una broma de su amiga lo cierto es que lo tenía todo bien ensayado.

-Dos…, cero…, cero…, cinco… -¡hip!-, dos…, cero…, cero…, cinco…

-Tu crreess que yo nací ayerr… ¿Dónde vass con tantoss cincoss y tantoss ceross?

-Calla y deja que piense…

Para Diana resultó toda una proeza procesar aquellos números para darles forma de fecha. Cada vez que lo intentaba, la canción de fondo se colaba en su cabeza y los haces de luz coloreada que iluminaban el gimnasio le parecían más y más interesantes. Tras varios intentos, la solución le vino de repente, como una revelación.

-¡El día 20 de mayo de 2005! Creo que nunca había visto unos números tan bonitos como los tuyos.

-¿Qué edad tendrré? –Natalia comenzó a contar con los dedos, pero sólo conseguía llegar hasta cinco.

-Ni idea. Y no me pidas que lo calcule yo. El ron ha debido cargarse a la mitad de mis neuronas.

-¿Pero lo de la fecha me lo dicess en serio?

Diana hizo un gesto de asentimiento con tanto ímpetu, que notó como le crujía el cuello.

-Júramelo porr tu cámara nueva.

-Te lo juro por mi cámara nueva.

-Joderr, tía… no sabía que tenía una amiga con superrpoderess. Eress como Rrapel pero en tía. Y en guapa. Y en no assquerossa. Y en no te lo esstass inventando todo. Lo rretiro, no eress como Rrapel. Pero me alegro de que tengass superrpoderess.

-No son superpoderes. Y recuerda que me has prometido que no hablarías a nadie de esto.

-No te prreocupess que no lo haré. Total, nadie me iba a crreerr. Yo no tengo máss rremedio que crreerrte porque soy tu máss y muy mejorr amiga. ¿Quieress máss? –dijo ofreciéndole la petaca y llevándosela directamente a los labios ante la negativa de su compañera, acabando con los últimos tragos de ron que quedaban en su interior.

-¡Estabais aquí! Llevo toda la noche buscando a las dos chicas más guapas de la fiesta –Juan apareció de la nada, con los ojos chispeantes. No había duda de que también él había asaltado el mueble bar de su madre con éxito.

-Nos habíamos cansado de bailar y nos sentamos un rato a charlar –contestó Diana con una sonrisa.

-Oye, ¿qué le ocurre a mi hermana? –La hermana en cuestión estaba tumbada sobre la grada, roncando a pleno pulmón.

-Creo que se ha pasado con el ron.

-Ya se lo advertí, que no le iba a sentar bien. Veo que tú también has bebido, aunque lo llevas mejor. Aprovechando que no puede oírnos, hay algo de lo que me gustaría hablarte… -Juan introdujo las manos en los bolsillos, y cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

La chica pensó que por fin había llegado el momento que había estado esperando durante toda la noche. No podía apartar los ojos del suelo, y sentía el latir de su corazón en sus mejillas encendidas.

-Quería preguntarte si tú querrías… bueno, nos conocemos desde pequeños y eso…

-¡Didi! –Natalia se había incorporado con el rostro desencajado y tiraba del brazo de su amiga-. Necesito que me lleves al baño, no me encuentro bien… ¡Vamos, deprisa! –le espetó con su mano sobre la boca.


*     *     *


El sol reinaba en solitario aquella mañana de junio. Diana llamó al timbre y esperó junto a la puerta de madera. Le abrió la madre de Natalia, vestida con un largo camisón de color café y con un vaso de ginebra en la mano. Como siempre que la veía, tenía la sensación de que la mujer estaba en este mundo sólo en cuerpo, como un cascarón vacío. Los números de su frente brillaban desde hacía años a pesar de la lejanía de la fecha de su muerte. La única explicación posible para la amiga de su hija era que una parte de ella ya había acudido a su Cita, y tan sólo dejaba pasar el tiempo en espera de la reunión decisiva.

-Ah, hola Ana –llevaba toda la vida llamándola así, y la chica se había cansado ya de corregirla-. Pasa, pasa. Natalia está en su habitación, no se encuentra muy bien. Creo que le sentó mal algo que comió en la fiesta.

La habitación de su amiga destilaba silencio y penumbra, por lo que entró con todo el cuidado que fue capaz para no tropezarse con ninguno de los trastos que la inundaban. Se sentó al borde de la cama y alargó la mano para tocarla, pero la retiró asustada cuando notó que, al sentir su contacto, Natalia se encogía para evitarlo.

-No estoy dormida.

-¿Te encuentras bien?

-Perfectamente, sólo es una resaca. Mi primera resaca. Ahora entiendo a mi madre cuando dice que no deja de beber por no sentirla. Es como si alguien estuviera amasando mi cerebro. Y tú, ¿qué tal te encuentras?

-Mejor que tú, desde luego. Un poco de dolor de cabeza, nada más. En realidad venía a preguntarte sobre un tema del que estuvimos hablando ayer…

-Siento decirte que gracias al ron no recuerdo absolutamente nada de lo que ocurrió anoche –interrumpió con voz despreocupada-. Así que como para que te responda sobre algo que se supone que me dijiste. Lo que me gustaría es pedirte disculpas porque seguro que te hice pasar un mal rato con mi borrachera. Pero no hablemos más de eso y pasemos a algo más interesante… ¿Se atrevió a pedirte salir el idiota de mi hermano?

-Pues no… porque una chica que bebió como una novata vomitó hasta la primera papilla justo en el momento en que iba a hacerlo.

-¡No!

-¡Sí!

-Lo siento, Didi. Debes estar muy enfadada conmigo. No te preocupes. Seguro que lo hace pronto. Oye, me encanta esa gorra. ¿Es nueva?

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