domingo, 1 de julio de 2012

The Date IV: -10

La galería estaba atestada de gente armada con cigarrillos y gin-tonics. Marta serpenteaba de un lado a otro, esquivando los pequeños corrillos que se formaban en torno a las piezas. De vez en cuando saludaba efusivamente a algún cliente importante o potencial, la sonrisa impecable, pétrea, como si hubiera sido cincelada por algún escultor o dibujada por el más realista de los pintores. Había elegido un sobrio y elegante traje negro para la ocasión, y había pedido a su peluquera que le recogiera la media melena salpicada de mechas rubias en un moño bajo. Pese a que había pasado los treinta, seguía siendo considerada una belleza en el mundo de los marchantes de arte.

Cada vez tenía más claro que la exposición estaba resultando todo un éxito. Su instinto tampoco le había fallado esta vez, aunque lo cierto es que se había tratado de una apuesta arriesgada. Una artista joven, desconocida, procedente de un pueblo que nadie que conociera sería capaz de situar en un mapa. Y sobre todo, la persona más extraña que había conocido en toda su vida, formidable honor para alguien que acostumbraba a tratar con los más estrafalarios personajes que poblaban el mundo del arte.

La descubrió por casualidad, durante una de las muchas escapadas que solía hacer con su amante de turno. La casa donde se hospedaron estaba decorada por una veintena de fotografías enmarcadas que le llamaron poderosamente la atención. Estaba claro que habían sido tomadas por un aficionado, pero Marta tenía una capacidad innata para descubrir talentos que tan sólo necesitaban un pequeño pulido para brillar por sí mismos. Preguntó a la dueña de la casa por la procedencia de las fotografías, que resultaron ser de una chica a la que la mujer calificó como “muy rara, apenas sale de su casa ni habla con nadie”, palabras que ratificaron su corazonada de que se hallaba ante la obra de una artista en potencia.

En cuanto tuvo las señas, se dirigió al domicilio de la fotógrafa sin perder un minuto, llamó a la puerta y explicó atropelladamente a la mujer pelirroja que salió a abrirle y que supuso que sería la madre de la chica, que necesitaba hablar con su hija sobre algo que podía cambiar su futuro. “Ha visto usted sus fotografías, ¿verdad?”, fue lo primero que le dijo la mujer. “Suba por esas escaleras hasta el ático. Ella estará allí, en su estudio. Pero llame al timbre antes de entrar. Si por su culpa se estropea el revelado de algún negativo, no le dirigirá la palabra en lo que le quede de vida. Aunque tampoco creo que consiga poco más que monosílabos de ella. ¿Sabe? Cuando era una niña deseaba que cerrara la boca aunque sólo fueran cinco minutos. Y ahora daría cualquier cosa porque me dirigiera más de cinco frases al día”.

Marta asintió y dejó a la mujer sumida en sus pensamientos, volando escaleras arriba hasta que se topó con una puerta pintada de negro de la que colgaba un cartel de “No molestar”. Junto a ella había un interruptor que debía ser el timbre del que le había hablado la madre. Lo apretó un momento y esperó.

Diez minutos después, la puerta continuaba cerrada, ella sentada en el suelo y el silencio reinaba a su alrededor. Ni las voces apagadas de un aparato de radio ni televisión, ni música que retumbase en las paredes del ático, ni siquiera un concierto de piano o violín que ayudara a concentrarse en el proceso creativo.

-Para ser una artista, eres bastante atípica –dijo en voz alta, aunque en realidad hablaba consigo misma.

”Quizá la madre es una de esas dementes que creen que sus hijos nunca se han ido de casa. Con esa mirada perdida apostaría a que se infla a pastillas” pensó, y se levantó dispuesta a marcharse de aquel lugar, decepcionada porque su intuición le hubiera fallado en aquella ocasión. Tan solo había avanzado un par de pasos hacia la escalera, cuando se oyó un crujido en la puerta, que se abrió como empujada por una mano invisible, dejando entrever un resplandor rojizo y un fuerte olor a laboratorio de química.

El estudio era una habitación rectangular y bastante amplia, con las vigas del tejado a dos aguas como techo, y una pequeña ventana que daba a la fachada principal de la casa y que había sido pintada de negro para impedir el paso de la luz. Pero lo que más llamó la atención de Marta fueron las cientos de fotografías que cubrían cada espacio de las paredes, como un inmenso mosaico bicolor. Bajo aquella luz roja, las imágenes parecían teñidas en sangre, y el hecho de que a todas las personas que las poblaban les faltara la cabeza acentuaba la siniestra atmósfera que envolvía el lugar.

Aquella chica era un diamante en bruto.

Se acercó a una de las paredes laterales, absorta en su contemplación y comenzó a recorrer con la mirada las hileras de instantáneas que se apretujaban sobre el muro, alineadas con una perfección rayana en la obsesión. Sus ojos volaban de una fotografía a otra, intentando capturar toda la sombría belleza y la información que le proporcionaban. Las escenas más variopintas aparecían ante ella: parejas de novios saliendo de la iglesia, abuelos llevando a sus nietos en brazos, una madre jugando con su hija en la playa… hasta una fiesta de cumpleaños. La ausencia de cabezas, aún resultando tan inquietante, no restaba emoción a las fotografías, ni las privaba de sentimientos. Por el contrario, cada una de ellas destilaba amor, devoción, felicidad o ternura, y ahí radicaba el talento de la joven. Marta no alcanzaba a entender cómo, pero la autora de aquellas imágenes había conseguido absorber toda la vida y la energía de los instantes que había inmortalizado.

Entre todo aquel enjambre de papel satinado, distinguió uno que parecía fuera de lugar. No sólo porque había sido colocado con aparente descuido, rompiendo la perfecta formación del resto de sus compañeros, sino porque la persona que lo habitaba conservaba su cabeza sobre los hombros. Al contrario que las demás figuras, ésta estaba algo desenfocada y fuera de ángulo, y no se trataba de ninguna escena que transmitiera sentimientos. Se trataba de un chico alto y moreno, con una toalla atada alrededor de la cintura, y cuya distraída expresión evidenciaba que ignoraba que la fotografía estaba siendo tomada. Marta alargó la mano para tocarla, aunque algo en su interior le decía que no debía hacerlo. Cuando sus dedos se hallaban a pocos milímetros de su objetivo, un blanco y súbito resplandor la deslumbro durante un par de segundos, los suficientes para que en el momento en que pudo abrir de nuevo los ojos se hallara sumida en la más absoluta oscuridad.

-Nunca debe tocarse una fotografía directamente con los dedos.

La voz provenía de algún lugar cerca de ella, pero su vista aún era incapaz de distinguir formas después del fogonazo. Si hubiera podido, habría salido por la puerta y no hubiera vuelto la vista atrás, por mucho diamante en bruto que fuera aquella chica. Que la puliera otro. Sólo oírla le había puesto los vellos de punta. Pero en la oscuridad que la rodeaba no podía encontrar la puerta, que había cerrado tras de sí, y se hallaba totalmente desorientada.

-Es usted la primera persona que no echa a correr al ver mis fotografías…

“Lo haría si pudiera, créeme”, pensó Marta.

-Hasta pensaría que le han gustado.

Poco a poco, sus pupilas empezaron a dilatarse, y comenzó a reconocer los contornos de una amplia mesa repleta de cubetas y una frágil silueta que sostenía una enorme cámara en una de sus manos a menos de dos metros de donde ella se encontraba. Se alegró de no haber huido. La chica tan sólo le había hecho una foto. Además, ella no tenía derecho a fisgonear así en lo que parecía su santuario.

-Discúlpame, debí haberme presentado cuando entré, pero tu trabajo me parece fascinante. Me olvidé de donde estaba y para qué había venido.

-¿Y se puede saber para qué ha venido? –la figura colocó la cámara sobre una esquina de la mesa, y dio unos pasos hacia Marta. A medida que se acercaba, pudo distinguir un rostro pálido (aunque rosado a causa de la luz roja), salpicado por cientos de pecas que parecían calcadas de las de su pelirroja madre, enmarcado por un espeso flequillo y una pesada melena de cabello negro y brillante que alcanzaba su cintura. Sin embargo, lo que más llamó su atención fueron los ojos de la muchacha, cuyo color no podía distinguir a causa del resplandor rojizo, pero que parecían tan claros como su tono de piel. Pensó que se parecía a sus fotografías, siniestras y bellas al mismo tiempo.

-Perdón… Mi nombre es Marta Aguilar, y soy galerista –le tendió la mano a la chica, y cuando ésta le devolvió el apretón, se dio cuenta de que los delgados brazos estaban parcialmente cubiertos por pequeños tatuajes situados en forma de columna. A simple vista, parecían series numéricas, pero una segunda mirada le reveló los guiones que separaban los números en forma de fecha. Aunque lo que provocó que retirara la mano como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica fueron las pequeñas cruces al final de cada serie. Mucho se equivocaba o se trataba de fechas de fallecimientos. Continuó hablando sin poder apartar la mirada de los brazos de la joven-. En realidad la galería no es solo mía; tengo una socia capitalista pero en última instancia soy yo quien decide a que artistas exponer. No sé si habrás oído hablar de mí. En la capital somos bastante conocidos.

-Mi nombre es Diana Vélez. Y nunca he oído hablar de usted. Habrá venido por las fotos que hay en casa de Matilde. No ponga esa cara de asustada, no soy ninguna adivina. Es una forastera. Y el único lugar donde se recibe a forasteros es la casa de Matilde. Aunque en cualquier otra casa también hubiera podido ver mis fotos. Digamos que soy la fotógrafa oficial del pueblo, y todos han requerido alguna vez mis servicios a pesar del miedo que les infundo –aquella parrafada la dejó sin aliento, como si no acostumbrara a pronunciar tantas frases seguidas.

-Pero las fotos que vi en casa de esa… Matilde no tenían nada que ver con ésta. En aquellas…

-La gente conserva la cabeza, ¿no? Esas no son más que trabajo. Las de aquí dentro son mi verdadera vocación. Es el precio que tienen que pagar por disfrutar de una fotógrafa gratis. De cada evento al que acudo saco un par de fotos para mí. Aunque otras son robadas… creo que son las mejores, cuando la gente no sabe que están siendo observadas.

-Iba a decir que en aquellas no transmites sentimientos con la misma fuerza… Son imágenes bonitas y realmente originales en cuanto a su enfoque, en caso contrario no hubiera venido hasta aquí. Pero esto que tienes en tu estudio es puro arte. Uno no puede dejar de mirarlas.

-Lo que no deja usted de mirar son mis brazos –Marta apartó la vista, azorada. No se había dado cuenta de que durante todo aquel tiempo no había despegado la vista ni por un momento de los tatuajes de la chica-. No se preocupe, no es la primera e intuyo que tampoco será la última. Cada vez que alguien muere en el pueblo me tatúo la fecha en el brazo.

-Sé que me estoy metiendo donde no me llaman, pero ¿puedo saber por qué?

-Supongo que es una especie de tributo. Al mirarlas puedo recordar cómo eran cuando vivían.

“Decididamente, esa señora se quedó corta… Esta muchacha no es rara, está totalmente desquiciada. Apenas ha levantado la vista del suelo mientras hablábamos. Por fortuna, la locura es una de las máscaras de la genialidad. Y he tratado con gente más extravagante que ella… aunque no tan espeluznante” pensó la galerista.

-Creo que nos hemos desviado un poco del tema que me trajo hasta aquí, que no es otro que ofrecerte un buen negocio…

Los términos del contrato satisficieron a ambas partes. Marta podía escoger las fotografías que más le gustaran con excepción de la del chico del baño, que en cualquier caso, dada su escasa calidad artística, no le interesaba en lo más mínimo. Por supuesto, llevaría los negativos a un laboratorio de la ciudad, puesto que habría que ampliarlas para la exposición, y no quería que pareciese un trabajo de aficionado. A cambio de renunciar a un adelanto y a compartir los derechos de las imágenes con la galerista, Diana recibiría el cincuenta por ciento de las que se vendieran. De esa forma, si su intuición le fallaba y la exposición resultaba un fiasco, Marta no perdería ninguna suma importante de dinero.

Pero la galería rebosaba gente interesada en adquirir las obras de la artista revelación del año, tal y como la describían en la nota que habían incluido la mayoría de los periódicos aquella mañana. Gracias a una chica que parecía haber salido de una película de Tim Burton iba a hacerse de oro. No cabía en sí de felicidad. Siguió saludando a los clientes, y sonrió al pasar delante del espejo que dominaba la estancia, haciendo un guiño a su propia imagen. Tras el cristal, desde una habitación anexa a la galería y que hacía las veces de almacén, Diana observaba a las personas que admiraban su trabajo, aunque para ella no eran más que títeres sin cabeza.


*     *     *


Encontró la carta delante de la puerta de su nuevo hogar en la ciudad, unas semanas después de la exposición. Era tan gruesa que el cartero no había podido introducirla por debajo de la puerta –aunque los bordes arrugados evidenciaban que lo había intentado con ahínco- y la había dejado sobre la alfombra, confiando en que llegara hasta su destinataria.

La recogió del suelo y la inspeccionó mientras metía la llave en la cerradura casi a tientas y buscaba el interruptor de la luz. Unos focos en el techo iluminaron el diminuto apartamento, que constaba de un pequeño dormitorio, un baño minúsculo y una habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y entrada. Si hubiera dependido de ella, hubiera transformado el dormitorio en improvisada cocina, le habría añadido un sofá cama y hubiera aprovechado el salón como laboratorio fotográfico. Pero Marta le aseguró que tenía que buscarse un lugar más profesional donde trabajar, así que contrató a un decorador para que le amueblase el apartamento y le buscó un local cerca de la galería, donde tenía una exposición permanente, un despacho donde recibir a sus clientes y un amplio laboratorio con todas las facilidades e innovaciones tecnológicas que el dinero podía pagar.

Se sentó en el sofá, sintiendo como el cansancio acumulado durante todo el día empezaba a pasarle factura. Seguía sosteniendo la carta entre las manos, dudando si tendría fuerzas –más en el alma que en el cuerpo- para abrirla y leer su contenido. Tras unos minutos decidió hacerlo, aunque antes inspiró aire varias veces, intentando calmar los latidos de su corazón.

Rasgó el sobre con cuidado para no estropear su abultado contenido, que resultó ser un puñado de fotografías y postales, y un folio doblado en cuatro, escrito tan sólo por una cara. Las imágenes, aunque no habían sido tomadas con intención artística, revelaban un hermoso paisaje dominado por un cielo azul profundo y un suelo de color rojizo intenso, roto en mil formas caprichosas por el paso del tiempo y del agua. Reconoció el lugar por las películas. Se trataba del Gran Cañón del Colorado. En ninguna de las fotografías aparecía gente, tan sólo el paisaje desierto, de una belleza feroz. No se detuvo mucho a contemplarlas, las apartó a un lado y sacó la hoja de papel. La letra era grande, como si quisiera ocupar más espacio del que normalmente le correspondería, y sus formas dejaban entrever un trazo nervioso, apresurado, tal que las palabras que comenzaban cada frase parecían querer echar a correr hacia el punto y final. Diana pasó sus dedos sobre aquella caligrafía tan familiar y a la vez tan distinta a la de sus recuerdos infantiles, y comenzó a leer.


Querida Didi:


Como podrás comprobar por las fotos y las postales que te he enviado, estoy pasando unas semanas en el Gran Cañón del Colorado. Mis compañeros de aventura son fantásticos y el viaje está resultando muy divertido. Nunca había estado en un lugar que ofreciera tantas formas de pasarlo bien. Hago puenting cada dos días, he sobrevolado el Cañón desde un ala delta, hemos recorrido los rápidos en balsas y escalado algunas paredes bastante escarpadas. No te preocupes que nunca me olvido del casco y las demás protecciones, así que no debes temer por mí. El mes que viene tenemos programado otro viaje a las cataratas del Niágara. Es la ventaja que tiene ser monitora en una empresa de aventuras para ejecutivos, puedo recorrer el mundo ¡y encima me pagan! Quién me iba a decir que los contactos de mi padre servirían para algo. En fin, en mi próxima carta te contaré que tal me va en Canadá.


Muchos besos.


Tu amiga,


Natalia

P.D. Ayer hablé con mi hermano por teléfono y me mandó recuerdos. Él y su novia piensan casarse para el año que viene, así que yo de ti empezaría a buscar un vestido acorde con la ocasión. Y conociéndote, una enorme pamela a juego.


Diana arrugó el papel y lo lanzó al otro lado de la habitación. La culpa, la tristeza y la rabia competían por asomar a sus ojos en forma de un río de lágrimas. Miró a su alrededor, contemplando las cientos de fotografías que la rodeaban, desde donde sus decapitados protagonistas le infundían ánimo. Aquello que provocaba fascinación y repulsa a partes iguales entre sus más fieles seguidores, a ella le producía la más exquisita sensación de calma. Privados de sus rostros eternamente, podía observarles sin miedo a descubrir la fecha de una Cita a la que ni ella misma podría faltar.

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