domingo, 1 de julio de 2012

The Date VI: 0

Las pesadillas comenzaron un mes antes de la Cita. Hasta entonces, y a pesar de las ocasionales crisis, habían conseguido mantenerse tan ocupadas que apenas les quedaba tiempo para pensar, y cada noche caían agotadas sobre la cama o el sofá. Les gustaba madrugar y acudían a un gimnasio para hacer ejercicio antes de abrir el estudio. Aunque ahora el trabajo se repartía entre dos, los encargos nunca cesaban y el papeleo parecía inagotable. A la hora de comer, se reunían con Marta en alguno de los restaurantes aledaños y las sobremesas se alargaban hasta que sus respectivas obligaciones las forzaban a abandonar las vacías tazas de café sobre la mesa. El ajetreo de la tarde igualaba al de la mañana en cuanto a trabajo acumulado, pero cuando finalizaba su jornada siempre les quedaba tiempo para disfrutar de unas compras en el centro comercial (Natalia había adoptado el gusto de su amiga por los gorros y pañuelos que tapaban su frente, y su colección crecía casi semanalmente), del último estreno de cine, alguna nueva exposición, un concierto o una obra de teatro. Como último recurso, siempre estaba el videoclub de la esquina, o si el tiempo lo permitía, un paseo por las calles de la ciudad. Los fines de semana se permitían alguna que otra escapada a Londres, Roma, París o Praga. Pese a la inicial reticencia de Diana, Natalia insistió en practicar deportes de riesgo. Pasado algún tiempo, se preguntaba cómo había podido vivir sin la dosis de adrenalina que le proporcionaban desde un salto en paracaídas hasta deslizarse a toda velocidad por una pista de esquí.

Sin embargo, una noche de abril ocurrió algo que rompió la eficiente rutina con la que narcotizaban sus miedos. Tras la ventana del salón, las nubes teñían de rojo el cielo, como una premonición de lágrimas y sangre. Las primeras gotas comenzaron a golpear con fuerza los cristales, convirtiéndose pronto en un manto de agua que bañaba la ciudad en un vano intento de purificarla. Diana apenas prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. Estaba enfrascada en la lectura de una apasionante novela de terror, y aunque notaba el cansancio en todo su cuerpo, las cuarenta páginas que la separaban del final bien valían el sacrificio de una hora de sueño. Natalia se había rendido hacía un buen rato y dormía profundamente en su dormitorio. Cuando por fin cerró el libro, Dios debió golpear su batuta contra las oscuras e informes nubes, dando comienzo a un concierto de truenos. Fugaces ríos de luz recorrían el cielo como enormes arañas, aunque Diana los observaba con la indiferencia de quien sabe que el miedo no está hecho de luz, sino de oscuridad y en su caso, de tinta negra. Agotada, se levantó del sofá y se dirigió a la ventana para bajar la persiana. Fue entonces cuando lo vio, una silueta oscura reflejada en los cristales. Una silueta sin rostro… Una silueta sin cabeza.

La amplia túnica de color ceniza caía desde los vacíos hombros disimulando sus formas de tal forma que hubiera sido imposible distinguir si se trataba de un hombre o una mujer, si es que aquella visión podía considerarse humana. El ser alzó el dedo, señalándola con sus afiladas uñas, cuyo brillo metálico centelleaba bajo las luces del salón. Paralizada por el miedo, Diana contempló como la figura comenzaba a desdibujarse, mientras la saludaba con una mano cubierta de brillantes manchas azabache antes de fundirse con las sombras de la pared. Cuando se volvió, todo rastro de aquella siniestra visita había desaparecido. Frente a ella sólo se alzaba la muralla de fotografías enmarcadas que decoraba su salón. Las observó con creciente inquietud, porque por primera vez en su vida, no le ofrecían consuelo, ni calma. Porque podía sentir, porque sabía, que desde aquellas imágenes en blanco y negro, cientos de descabezados estaban clavando en ella sus ojos… donde quiera que éstos estuviesen.

Asustada, tropezó con una montaña de libros que había acumulado junto al sofá, y cayó sobre él. Se quedó allí, inmóvil, durante algunos minutos, hasta que se convenció de que lo que acababa de ocurrir era tan sólo producto de su imaginación, alimentada por la tormenta, la opípara cena en un restaurante hindú y el libro que había estado leyendo. Maldijo entre dientes a Stephen King y al curry de pollo picante. Echó un vistazo a la ventana, y le alegró observar que la lluvia había amainado, y los truenos eran tan sólo un lejano eco que resonaba en la distancia. Sus músculos comenzaron a relajarse y se atrevió a enfrentarse de nuevo a todo lo que la rodeaba. Aliviada, comprobó que sus fotografías habían dejado de parecer amenazadoras y se sintió algo estúpida por haber reaccionado como una niña pequeña. No pudo evitar echarse a reír ante lo absurdo de su comportamiento. Pero su risa fue ahogada por un grito desgarrador que rompió el silencio de la noche en mil pedazos.

El grito provenía del dormitorio de Natalia. Y el dormitorio de Natalia se encontraba justo detrás de la pared que habitaban los descabezados. La pared que hacía tan solo unos minutos había cruzado aquella extraña figura.

Olvidando su propio miedo, corrió junto a su amiga, esperando encontrarla en su cama. Sin embargo, no había rastro de ella sobre las arrugadas sábanas. Recorrió el dormitorio con la mirada, angustiada, tratando de distinguirla en la oscuridad. La encontró en un rincón, abrazada a sus rodillas, con la cara oculta entre ellas, y la rubia melena derramándose sobre sus piernas desnudas.

-¡Estaba allí! ¡Yo lo he visto, lo juro! ¡Venía a recordarme que se acerca nuestra Cita! –decía mientras se balanceaba lentamente de atrás a delante.

-¿A quién has visto? –inquirió Diana, ya arrepentida de haber formulado tal pregunta.

Natalia alzó la cabeza con un movimiento casi espasmódico, y la miró con los ojos desorbitados y llenos de lágrimas.

-¡A la muerte! ¡A la muerte! –el rítmico balanceo se había transformado en convulsiones que sacudían todo su cuerpo-. Cerré los ojos y los abrí de nuevo, esperando que sólo fuera una pesadilla, pero él seguía allí, clavado a los pies de la cama. Y cada vez se acercaba más, y más, y yo no podía moverme, y quería gritar, pero no me salía la voz. Y sabía que me estaba observando, pero no tenía ojos, ¡no tenía cabeza! Después sentí sus helados dedos sobre mi frente. Me quemaba… Me quemaba… ¿Qué me ha hecho, Diana? Sé que puedes verlo, así que dime… ¿Qué me ha hecho?

Sin dejar de temblar, Natalia se levantó el flequillo, dejando al descubierto su frente… o lo que quedaba de ella. Los números la cubrían casi por completo, apenas dejaban entrever trazos de piel clara bajo ellos. Aun así, eran hermosos, brillantes, como si se hubieran esmerado al dibujarlos. Diana nunca había visto algo parecido, ni siquiera entre los moribundos. Llevada por la curiosidad, o por la fascinación, sus dedos se acercaron a la frente de su amiga hasta tocarla. Podía sentir el latido del corazón de Natalia sobre los trazos, el calor que emanaba su piel enfebrecida. Podía sentir como un líquido húmedo y caliente bajaba por sus dedos hasta la palma de su mano.

Aquello no podía estar pasando. No era posible que las dos hubieran creído ver la misma siniestra figura sin cabeza. No era posible que hubiera traspasado la pared y hubiera perpetrado esa atrocidad sobre la frente de Natalia.

Atemorizada, Diana observó aquella gota oscura y brillante que resbalaba por su propia piel. No podía ser tinta, debía ser otra cosa. Se fijó en el rostro de su amiga, y comprobó con horror que estaba surcado por incontables hilillos de ese fluido. Sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies, y cayó de rodillas junto a ella.

-¿Qué ocurre? ¿Qué has visto? ¡Dímelo! ¡Dímelo! –gritaba Natalia mientras clavaba sus uñas en los brazos de su amiga. Ésta la cogió por las muñecas y la obligó a soltarla. Entonces Diana se dio cuenta de que las manos de su amiga estaban manchadas con la misma sustancia que cubría su cara.

-Dios mío, Natalia… ¿Qué te has hecho?

-¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? ¡Ya te he dicho que ha sido él!

-Levántate, por favor.

-¿Adonde me llevas?

-Confía en mí. Ven conmigo, por favor –insistió, tirando de ella con las pocas fuerzas que le quedaban.

Natalia se levantó y se dejó guiar hasta el enorme espejo que cubría la puerta del armario.

-Por favor, dime qué ves –le pidió Diana mientras encendía la luz.

-No puedo mirar.

-Debes hacerlo. Necesito que lo hagas.

Desobedeciendo a su propio instinto, contempló su reflejo. Ignorando todo lo demás, se concentró en su frente. Lo que vio arrancó un grito que heló la sangre de su amiga.

-¡Los números! ¡Los números! Están ahí, yo también puedo verlos… -dijo señalando con un tembloroso dedo su frente y conteniendo la náusea que reptaba por su garganta.

-Escúchame. ¿Cómo son?

-Son rojos. Como dibujados con una cuchilla, o un punzón. Y grandes… tan grandes…

Diana suspiró, confortada por la convicción de que los números que describía su amiga no eran los mismos que ella podía distinguir cubriendo la totalidad de su frente como un macabro grafiti. Su oscuro brillo era tan intenso que no le había dejado las laceraciones sobre la frente de Natalia. Y dudaba que nadie que no fuera la propia Natalia, y ella misma, fuera capaz de distinguir números entre aquella red de arañazos...

-Ahora mírate las uñas.

Natalia la miró, extrañada, pero lo hizo de todas maneras. Sus uñas, sus dedos, sus manos… todo estaba cubierto de sangre. Se fijó entonces en el resto de su cara, que comenzó a girar a su alrededor, junto con la habitación.

-Él… Él me ha hecho esto. Te lo prometo. Ha sido él –consiguió balbucir antes de perder el conocimiento.

Aquellas palabras revelaron a Diana que a partir de ese momento su amiga necesitaba una ayuda que ella ya no podía proporcionarle.


*     *     *


El pasillo del hospital estaba vacío, porque cómo la enfermera había señalado la primera vez que pisó el edificio, en aquella zona las visitas eran bastante escasas. Diana ahora entendía la razón. Mientras avanzaba a través de la galería iluminada por tubos fluorescentes que parpadeaban sin cesar, procuraba no desviar la vista del frente, evitando los ojos que la observaban tras los pequeños ventanucos que se abrían en las puertas de las habitaciones. Como en sus últimas visitas, llevaba los auriculares de la radio casi enterrados en sus oídos, la música al máximo volumen que era capaz de soportar. Aún así, podía oír los gritos y los gemidos que salían de cada una de las pequeñas celdas que se desplegaban a lo largo del pasillo. La enfermera caminaba delante de ella, inmune a los sonidos y las miradas que inundaban aquel espacio. Al fondo, un amplio ventanal dejaba pasar la luz del sol primaveral. De repente, como si hubiera salido de la nada, una oscura silueta se recortó sobre la ventana. Diana se quedó paralizada durante unos segundos, temerosa de encontrar de nuevo aquella figura que la visitaba cada noche en sueños, hasta que se dio cuenta de que, fuera quien fuera, conservaba la cabeza sobre los hombros. Cuando llegaron a la última habitación, Juan la saludó con una sonrisa cansada.

-Gracias por esperarme, señor.

-De todos modos no podía entrar. Es usted la que tiene la llave –contestó él, resignado.

-Ya saben que normalmente no permitimos visitas conjuntas. Pero esta vez haremos una excepción, debido a la rápida y extraordinaria recuperación de la paciente. Cuando vi en el estado en que llegó, creí que no saldría de aquí en lo que le quedara de vida –Diana no tuvo más remedio que asentir, ella también había pensado lo mismo -. Pero ustedes mismos comprobarán que el cambio es, cuanto menos, increíble. ¡Y en tan sólo tres semanas!

-¿Cuándo podrá salir de aquí?

-Tendrá que seguir un tratamiento y continuar con la terapia y las sesiones con el psicólogo… pero creo que en un par de días podrá volver a su casa. Después de todo aquí no nos sobra sitio.

La enfermera giró la llave en la cerradura, y abrió la puerta. Natalia estaba sentada sobre la cama, leyendo un libro que debían haberle prestado en el hospital.

-¡Diana, Juan! ¡Qué alegría que hayáis venido a verme! Supongo que ya os habrán contado las buenas noticias. ¡Dentro de un par de días seré libre!

-Ya lo tienes todo preparado en casa. Si quieres podemos organizar una pequeña fiesta de bienvenida.

-Juan, ¿no se lo has dicho?

Éste negó con la cabeza.

-¿Decirme qué?

-Didi, no voy a volver a tu casa. Me gustaría regresar al pueblo, con mis padres. He sido muy feliz viviendo contigo estos años, pero necesito volver. Hay cosas que tengo que arreglar. Estoy segura de que lo entiendes.

-Claro que lo entiendo. De hecho, creo que yo también voy a hacer una visita a mis padres. Llevo mucho tiempo sin verles y seguro que les alegrará. Al estudio no le ocurrirá nada porque me tome unas vacaciones.

-Sería perfecto, en serio. No me atrevía a pedírtelo, pero es lo que más deseaba. Necesito que estés a mi lado, ahora más que nunca.

-Bueno, ya veo que entre vosotras os las apañáis de maravilla. Me pregunto qué pinto yo en todo esto.

-¡No seas celoso, hermanito! A las dos nos encantará estar contigo. ¿No es cierto, Didi? Además, a ti también te hará falta una buena dosis de ánimo ahora que tu mujer ha decidido cambiarte por su monitor de aerobic. Claro que tú tampoco te has preocupado mucho por impedirlo.

Diana miró a Juan, sorprendida. No tenía ni idea de que las cosas no funcionaran entre él y su mujer. Ahora entendía lo que tramaba su amiga al obligarlos a visitarla juntos. Esa chica no tenía remedio, aunque acabara de recuperarse de una crisis nerviosa.

“Genio y figura…” pensó. Pero no terminó la frase.


*     *     *


-¡Una más, una más! –gritó Natalia señalando su botella de cerveza.

-No sé si deberías, los médicos te dijeron que no puedes beber mientras estés con el tratamiento.

-Juan, debes estar ya tan borracho como una cuba. Llevo toda la noche bebiendo cerveza sin alcohol, idiota. Y Diana también. Eres tú el único que te has atrevido con el whisky.

Los tres amigos estaban sentados a la mesa del único pub que había en el pueblo, celebrando la vuelta a casa de Natalia. Diana no podía creer que su amiga se encontrara tan bien cuando quedaban poco más de cuatro días para su Cita. Pero por más que la observaba, no conseguía ver en ella ninguna señal que le indicara que empezaba a sucumbir de nuevo al miedo y la angustia. Por el contrario, Natalia se veía radiante, tan hermosa como los números que resplandecían sobre su frente. Durante las semanas transcurridas en el hospital, se había dejado crecer el flequillo hacia atrás, y ya no utilizaba gorros ni pañuelos, mostrando con un orgullo rayano en el morbo, las finas cicatrices que sus propias uñas habían dejado sobre ella.

El camarero se acercó con la última ronda de whisky y cervezas sin alcohol. Cuando se alejó, Natalia se levantó y alzó la botella.

-Quiero brindar, por los dos mejores amigos que una mujer pueda desear. Por ti, Juan, el mejor hermano que he tenido, y ahora que lo pienso, el único. Quiero darte las gracias por tu paciencia, tu apoyo y tu cariño incondicional. Te quiero muchísimo. Aunque nunca te perdonaré que me cortaras el pelo mientras dormía cuando tenía nueve años

Juan y Diana no pudieron contener las carcajadas al recordar a una Natalia llorosa que pedía a gritos que alguien le volviera a pegar sus rubios tirabuzones con Loctite.

-Y por ti, Diana –continuó-, ya hace mucho que dejaste de ser mi mejor amiga para convertirte en mi hermana. Aunque el tiempo y la distancia nos alejó, estos últimos cinco años han sido lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Créeme cuando te digo que no los cambiaría por nada en el mundo. Me has enseñado a disfrutar cada instante sin preocuparme por el futuro. Te quiero, y siempre te querré, pase lo que pase.

Juan alzó también su vaso de whisky y Diana le siguió.

-¡Por la amistad! –exclamaron a coro.

Un rato después, Natalia apuró la última cerveza y se levantó, dando la reunión por concluida.

-Le prometí a papá y mamá que no volvería demasiado tarde. Mañana quiero desayunar con ellos antes de que papá se vaya al trabajo. Y después mamá me ha pedido que la acompañe a un vivero para recoger unas plantas que había encargado. Desde que va a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, no puede estar quieta un instante.

Tras pagar la cuenta –le tocó a Juan por mayoría de votos-, salieron del pub y fueron recibidos por un fresco aire primaveral, que les animó a pasear hasta el hogar de los hermanos. Diana se despidió de ellos –de Juan con dos tímidos besos en las mejillas, de Natalia con un abrazo que su amiga correspondió con tanta fuerza que casi la parte en dos- y echó a andar hasta su casa, que se encontraba a las afueras del pueblo. Nunca le había dado miedo caminar sola por aquellas calles vacías que le eran tan familiares. Sólo el ocasional ladrido de un perro rompía el silencio de la noche.

Un ejército de nubes rojas conquistaba el cielo desde el sur y con él llegaron las primeras gotas, que se fundieron sobre el asfalto. Unos minutos más tarde, una fina cortina de lluvia se derramó por las calles. Diana se dio cuenta de que había aligerado el paso de forma mecánica, y que el agradable paseo se había convertido en una especie de huida que la estaba dejando sin aliento. Aunque no era de la lluvia de lo que trataba de escapar. Todos sus sentidos se aguzaron, activados por la creciente sensación de peligro que la envolvía. La certeza de que alguien o algo la seguía se coló en sus agitados pensamientos, y la obligó a apretar aún más el paso. Al mirar hacia atrás, pudo ver como una enorme sombra de anchos hombros vacíos reptaba por las paredes de las casas y se dirigía directamente hacia donde ella se encontraba. Sin poder apartar la vista de la sombra, siguió avanzando con toda la rapidez que le permitían sus zapatos de tacón y el resbaladizo suelo, hasta que cayó de bruces sobre la calzada. Ahora podía oír sus pasos acercándose y su cuerpo se tensó esperando el frío abrazo de la muerte. Sintió unos dedos helados recorrer su hombro y su cuello, y en su interior, rogó por una nueva oportunidad.

-¿Estás bien, Didi? ¿Te has hecho daño?

Juan la miraba preocupado, sujetando sobre su cabeza con un solo brazo la chaqueta con la que trataba inútilmente de protegerse de la lluvia. Ayudó a la joven a levantarse, y se aseguró de que no había sufrido heridas ni torceduras. Sin embargo, cuando vio el pánico en sus ojos, supo que algo no iba bien.

-Cuando cerré la puerta de casa pensé que no debía haberte dejado volver sola hasta la tuya, y salí corriendo tras de ti. Siento no haberlo pensado antes. Dime la verdad… ¿alguien... alguien te ha molestado?

Diana sacudió la cabeza en señal de negación sin poder contener las lágrimas, y se echó sobre él, buscando la seguridad y el calor de su pecho. Juan la rodeó con sus brazos y besó su frente, sin encontrar mejor modo de consolarla. Allí permanecieron largo rato, abrazados bajo la pertinaz lluvia, hasta que el llanto cesó y la joven se apartó de él, como un niño al que descubren en mitad de una travesura. Trató de atraerla de nuevo, pero ella se resistió.

-Debo irme a casa. Estoy empapada, necesito una ducha caliente.

-No creas que voy a dejar que te vayas sola.

-¡No! No va a ocurrirme nada. Será mejor que vuelvas, se hace tarde.

-Me da igual lo que digas o hagas –insistió él-, no pienso dejarte marchar otra vez –continuó, al tiempo que ponía sus manos sobre el empapado rostro de Diana, impidiendo que ésta se alejara de él.

Lentamente, acercó sus labios a los de ella, ansiando el beso con el que llevaba soñando toda la vida. Notó que la fría resistencia que oponía se disolvía en segundos, y pronto sintió como le devolvía el beso con una mezcla de pasión y urgencia que encendió sus sentidos. Buscó su mirada, y vio que el miedo que hacía unos instantes invadía sus ojos se había esfumado por completo, dando paso a una ternura que no recordaba desde sus primeros años de instituto. Cogidos de la mano, se perdieron en la oscuridad de la noche, sin más compañía que la lluvia y el deseo.


      *     *     *


El sol se coló por la ventana del ático, sobre la que apenas quedaban restos de la antigua pintura negra que la cubría. Diana abrió los ojos y contempló al hombre que dormía profundamente junto a ella. Sabía que no tenía derecho a sentirse feliz cuando la Cita de Natalia estaba tan cercana. Pero lo era, tanto que se hubiera puesto a dar saltos en la cama como una chiquilla, y tan sólo se contuvo porque temía despertar a Juan. Su conciencia le decía que no debía seguir con aquello. Que ella no merecía siquiera conocer esa felicidad, ya que había causado mucho daño a la gente que le importaba: su abuela, sus padres, Natalia, el propio Juan… Sin embargo, el corazón le gritaba que debía aprovechar cada instante, porque su Cita podría llegar en cualquier momento. Y sabía que contaba con la bendición de su amiga, que no había parado de lanzarles indirectas desde que puso el pie fuera del hospital. La noche anterior, cuando creyó que había llegado su hora, había suplicado una segunda oportunidad. Quizá ésta era esa oportunidad… y no debía desperdiciarla.

Observó el rostro de Juan, ajeno al oscuro secreto que la torturaba. En sus rasgos aún podía distinguir al joven del que se enamoró. Retiró los mechones que caían sobre su frente, y contempló los únicos números que nunca le habían producido malestar, el único rostro que era capaz de mirar durante horas sin apartar la vista. Aquella fecha tatuada en su piel le decía que Juan vería crecer a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Presentía que acudiría a su Cita con una sonrisa en el rostro, rodeado por sus seres queridos. Y no podía ignorar el deseo de ser parte de esa familia que él estaba destinado a formar.

-Eh, buenos días, Pecosilla… ¿Qué tal te encuentras? –dijo aún somnoliento, tocándole la nariz con el dedo.

-No me he sentido mejor en toda mi vida –aseguró ella, buscando sus labios.

-¿Qué pensarán tus padres cuando me vean bajar?

-Pues pensarán que ya era hora. Y me apuesto lo que sea a que te invitan a desayunar.

Una alegre melodía interrumpió la conversación. Juan tardó casi medio minuto en localizar el teléfono entre el amasijo de ropa húmeda que habían arrojado al suelo cuando llegaron al ático.

-¡Buenos días, mamá! ¿Qué? –el tono de preocupación alertó a Diana-. ¿Qué ha ocurrido? Por favor, mamá, tranquilízate un momento y repite lo que acabas de decirme. ¿Dónde? Ahora mismo voy para allá.

-¿Natalia?

El asintió, incapaz de pronunciar una sola palabra. Mientras recogía su ropa, apenas conseguía contener las lágrimas. Diana también se vistió con rapidez, y juntos se dirigieron al hospital, donde les esperaba Natalia.

Diana se extrañó cuando en recepción le confirmaron que su amiga no se encontraba en la décima planta –la de psiquiatría- sino en la segunda. Siguió a Juan y a la enfermera a través del aséptico laberinto del hospital sin saber bien hacia donde iban. Al fin llegaron hasta la puerta de la habitación. La 205.

-Recuerden que es muy importante conservar el ánimo. En su situación, un ambiente positivo puede significar una mejora en su estado.

La madre de Natalia estaba sentada junto a la cama, con la mano de su hija entre las suyas. Apenas levantó la vista cuando llegaron, pero Diana pudo comprobar que tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios. Su marido estaba de pie, junto a la ventana, observando a los niños que jugaban en un parque cercano. Parecía fuera de lugar, vestido con traje y corbata, como si no fuese aún consciente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Natalia estaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados. Todo su cuerpo estaba cubierto de cables, conectados a monitores que leían sus constantes vitales. Un tubo salía de su boca y llegaba hasta una extraña máquina cilíndrica que encerraba un fuelle de color verde en su interior. Aquella especie de concertina se encargaba de insuflar aire en los pulmones de la joven.

Juan fue el primero en atreverse a romper el silencio.

-¿Cómo ocurrió?

-Esta mañana la esperábamos temprano para desayunar –comenzó a relatar su madre, sin apartar la mirada del rostro de la que nunca había dejado de ser su niña-. Al ver que se retrasaba, subí a su dormitorio, por si se había quedado dormida. Al principio pensé eso, pues estaba acurrucada bajo las sábanas. Pero después, cuando no reaccionó a mi voz, supe que algo no iba bien. Entonces me di cuenta de que sobre la mesa de noche había un frasco vacío donde guarda los somníferos que suele tomar para dormir. Y supe que mi niña… que ella…

La mujer rompió a llorar desconsolada, y Diana se acercó a ella para abrazarla, sin poder contener su propio llanto. El padre, que seguía concentrado en los juegos infantiles que tenían lugar tras la ventana, continuó con voz apagada.

-Oí los gritos de tu madre y subí hasta el dormitorio lo más deprisa que pude. Cuando vi a tu hermana supe que nosotros no podíamos hacer ya nada, y llamé a una ambulancia. Los sanitarios le hicieron un lavado de estómago y consiguieron reanimarla, pero el médico nos ha dicho que no debemos hacernos ilusiones. Las próximas treinta y seis horas son vitales. Si no despierta antes, ya no.... Nunca tuve tiempo para jugar con ella. Nunca la llevé al parque. Pasaba más tiempo con mis compañeros de trabajo que con mi propia hija. Si lo hubiera sabido… si lo hubiera sabido…

Diana sintió deseos de contar a voces que ella sí lo había sabido, y que aquello no le había traído más que desgracias. Que lo que todos debían hacer era disfrutar cada instante, cada minuto de la vida, porque su Cita podía sorprenderles en cualquier momento, sin avisar. Sin embargo, guardó sus palabras en lo más profundo de su pecho, consciente de que el ser humano está condenado a creer que las desgracias siempre les ocurren a otros, y que la muerte pasará de largo hasta que ellos se hayan cansado de vivir. Abatida, dejó a la madre de Natalia y se sentó al borde de la cama, lugar que no pensaba abandonar hasta que el corazón de su amiga dejara de latir.


*     *     *


Juan consultó el reloj, aunque sólo había transcurrido un minuto desde la última vez que lo hizo. Diana apretó su mano, tratando de infundirle un ánimo del que ella misma carecía. Pese a su insistencia, la joven no había accedido a alejarse del lecho de su mejor amiga. Durante los dos días que llevaban allí, no había dejado de hablarle, recordando divertidas anécdotas de su infancia y de los últimos años en que habían vivido bajo el mismo techo. La peinó y maquilló, asegurando que Natalia no hubiera consentido que todos aquellos médicos que salían y entraban de su habitación la vieran sin arreglar. No dejaba de observarla ni un solo instante, en espera de algún movimiento que anunciara su recuperación. Siempre había admirado la fuerza que escondía Diana bajo su aparente fragilidad, pero las horas pasadas junto a ella en aquella habitación confirmaron lo que él siempre había sabido: que era la mujer con la que quería compartir el resto de su vida.

La puerta se abrió, y Juan supo que la espera había concluido. Su madre parecía haber envejecido veinte años en tan solo dos días, y su padre seguía en estado de shock, incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo. Tras ellos entró el médico, un hombre canoso y de baja estatura cuya mirada no presagiaba buenas noticias. Aunque eso Juan ya lo sabía.

-Si quieren, puedo dejarles a solas con ella para que se despidan. Por supuesto, pueden estar presentes en el momento en que desconectemos la respiración asistida. Como ya les he explicado, todo ocurrirá de forma rápida y sin sufrimiento para la paciente. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero la actividad cerebral es inexistente.

El médico guardó silencio, en espera de una respuesta o una petición que nunca llegaría. Dando su misión por concluida, salió de la habitación, aunque nadie se dio cuenta. Tras varios minutos, largos como horas, la madre de Natalia hizo acopio de valor para acercarse a ella. Le acarició la cara, besó su frente y le susurró algo al oído antes de sucumbir al quimérico alivio de un llanto sin lágrimas. Su marido trató de dedicarle una sonrisa. Con la voz rota, entonó las primeras palabras de la nana con la que nunca arrulló a su pequeña. En aquellos instantes, hubiera dado todo lo que tenía, todo lo que había ganado tras largos años de exigente trabajo por volver a acunarla, su bebe de ojos y pelo dorados. Sin poder contenerse más, estalló en sollozos y se alejó de la cama para perderse de nuevo dentro de aquel mundo en el que se había refugiado para no sentir nada.

Juan cogió la mano de su hermana y se la llevó a los labios.

-Te quiero, chiquitina –consiguió pronunciar antes de hundir su rostro en el pecho de Natalia.

Diana le acarició la cabeza, tratando de reconfortarlo. Entendía su dolor, porque ella también perdía el único amor fraternal que había conocido. Las únicas palabras que pudo murmurar a modo de despedida fueron “lo siento”, antes de sumirse también ella en un llanto silencioso.


*     *     *


El médico llegó acompañado por una enfermera. Él mismo desconectó la máquina que mantenía a la paciente con vida. Como había predicho, todo ocurrió rápidamente, y en unos minutos el único sonido que resonaba en la habitación era el interminable pitido que indicaba que el corazón de Natalia había dejado de latir. La enfermera confirmó la hora de la muerte: las 00:01 horas del día 20 de mayo de 2005. Al oírlo, Diana salió apresuradamente de la habitación y no dejó de correr hasta llegar al lugar donde había aparcado su coche. Buscó las llaves en su bolso, el cual arrojó al interior, arrancó y pisó el acelerador a fondo sin molestarse siquiera en ponerse el cinturón de seguridad e ignorando la llamada de Juan, que se acercaba corriendo desde la puerta del hospital.

A través del retrovisor, podía ver como todo se hacía más y más pequeño, hasta desaparecer por completo: Juan, el hospital, la ventana de la habitación de Natalia… fueron engullidos por la oscuridad de la noche. Ignorando todas las señales que encontraba a su paso, Diana no levantaba el pie del acelerador. Abrió la ventana y dejó que el viento golpeara su cara y alborotara su pelo. El gorro que llevaba puesto voló hacia la parte trasera del coche, pero ni tan siquiera se dio cuenta, ansiosa por sentir la descarga de adrenalina que siempre le producía la velocidad.

Cuando tomó conciencia de que había calculado mal el ángulo de la curva, ya era demasiado tarde para reaccionar. El coche se salió de la carretera y continuó su carrera campo a través. Diana frenó en seco, lo que provocó que el vehículo se desestabilizara y girara sobre sí mismo. Mareada y confusa, se esforzó por mantener el control, aunque a duras penas conseguía sostener el volante. De repente, oyó un golpe sordo… y la oscuridad se cernió sobre ella.


*     *     *


Lo primero que notó al abrir los ojos fue una creciente quemazón en la cara, que descansaba sobre el airbag. Sentía el cuerpo entumecido, pero no le pareció estar herida de gravedad, así que se incorporó con cuidado. Su cuello estaba rígido, intuyó que a causa de la forzada postura en la que lo había mantenido quién sabía durante cuánto tiempo. Decidió salir para calibrar los daños y averiguar dónde se encontraba, así que abrió la puerta –que para su alivio no se había atrancado- y se alegró al comprobar que la parte delantera estaba intacta. Sin embargo, la trasera se había golpeado contra un enorme poste publicitario y presentaba un aspecto lamentable. Siguiendo la dirección del poste, pudo distinguir las luces de la carretera.

“Ahora sólo queda que el coche sea capaz de arrancar, y podré volver a casa como si no hubiera pasado nada”, rogó mientras volvía a meterse en el coche y, esta vez sí, se colocaba el cinturón. Sacó la llave del contacto y volvió a introducirla. El suave ronroneo del motor le indicó que era un autentico superviviente. “Como yo”, no pudo evitar pensar. Desde el asiento del copiloto, su móvil comenzó a sonar. Sabía que era Juan, y aún así lo dejó sonar. No estaba segura de querer hablar con él. Aún no. Así que ignoró la llamada y con el miedo todavía metido en el cuerpo, reinició el camino de vuelta a su casa, esta vez sin rebasar los límites de velocidad.


*     *     *


Abrió la puerta con sigilo y se quitó los zapatos en cuanto cruzó el umbral, pues no se sentía con fuerzas suficientes para contestar a las preguntas con las que la ametrallarían sus padres. Subió las escaleras encogiéndose ante cada crujido de la vieja madera bajo sus pies y suspiró aliviada al alcanzar la seguridad de su ático. Al entrar, sus pies tropezaron con algo que le hizo perder el equilibrio. Se trataba de un sobre blanco, con tan sólo su nombre escrito sobre él. Reconoció la letra de Natalia, lo que provocó un ligero temblor en sus manos y que la cabeza, que aún sentía aturdida después del accidente, comenzara a darle vueltas. Encendió la luz, se sentó en el suelo y esperó unos instantes antes de abrirla. La carta estaba fechada a día 18, el mismo en que su madre la encontró casi sin vida.



Querida Diana:


Me voy con la tranquilidad de que entre nosotras ya no quedan secretos, ni palabras guardadas. Nos lo hemos dicho todo, lo bueno y lo malo, durante el tiempo en que hemos vivido juntas. Sé que pese a las veces que te lo he pedido, nunca dejarás de sentirte culpable por haberme revelado la fecha de mi muerte. Espero de corazón que el tiempo cure esa herida y que puedas ser feliz junto a alguien que te quiera (ya sabes a quién me refiero). Y ahora paso a contestar tu pregunta. ¿Qué por qué he decidido acudir a mi Cita antes de tiempo? Para ser sincera, por fastidiar. Aquí te dejo el texto de mi epitafio: Natalia Solís Núñez, nacida el 12 de agosto de 1975, fallecida el 18 de mayo de 2005. Natalia 1 – Muerte 0.


Espero haberte demostrado que es posible ganarle.


Con cariño,


Natalia


P.D. Siento haber cogido la llave que tu madre guarda bajo la maceta de rosas para colarme en tu casa. Y me ha alegrado mucho ver los zapatos de mi hermano junto a la puerta de tu ático. Espero que hables bien de su tía a mis futuros sobrinos.


Diana sonrió con amargura ante la ingenuidad y el atrevimiento de su amiga. Pensar que sería capaz de ganarle a la muerte en su propio terreno era algo muy propio de Natalia. Su único consuelo ahora era que nunca fue consciente de haber perdido la partida. Agotada, se levantó del suelo y se tumbó en la cama, donde se quedó dormida con la carta entre los dedos.

Un sonido estridente, como si alguien arañara la puerta con las uñas, la arrancó de su sueño. Le pareció que había alguien más en la habitación. Quizá su madre había subido para preguntarle por Natalia. Así que la llamó. La única respuesta que obtuvo fue aquel sonido chirrido insoportable. Diana retrocedió por la cama hasta que su espalda chocó contra el cabecero. Quienquiera que estuviese allí no era su madre. Entonces la vio, una oscura figura sin cabeza alzándose ante ella, con los brazos abiertos en señal de bienvenida, mostrando sus afiladas uñas y sus huesudas manos salpicadas de tinta. Impotente, observó como la sombra se acercaba a ella y le acariciaba el rostro con sus ásperos dedos. Después, le inmovilizó la cabeza con la mano izquierda, mientras con la derecha arañaba su frente con saña. Chilló enloquecida de dolor, convencida de que no podría soportar aquella tortura ni un segundo más.

-¡Despierta! ¡Despierta!

Diana abrió los ojos y comprobó aliviada que la siniestra figura se había desvanecido por completo. Le pareció que cientos de alfileres se clavaban sobre la piel de su frente. Se tocó la cara con las yemas de los dedos, esperando encontrar sangre o tinta sobre ella, pero no halló más que el sudor frío que empapaba todo su cuerpo.

-No era más que una pesadilla.

Juan se encontraba a los pies de la cama, en el mismo lugar donde hacía unos minutos había aparecido la sombra. La miraba de un modo extraño, como si fuera la primera vez que la viese.

-¿Qué estás haciendo aquí? Creí que te quedarías con tus padres en el hospital.

-Sólo hasta que se llevaron a Natalia. Después cogí el coche de mi padre y vine hacia aquí. Estaba preocupado por ti. No contestabas mis llamadas y me asusté. No comprendía por qué te habías marchado de esa forma. Aunque ahora empiezo a entenderlo.

Le mostró la carta de Natalia, agitándola frente a sus ojos.

-La tenías en la mano cuando llegué. No pensaba leerla, pero reconocí la letra de mi hermana. ¿Y bien? ¿Se puede saber qué es todo esto de la fecha de su muerte?

Diana no sabía qué contestar. La experiencia le decía que no desvelara por tercera vez su secreto, que hacerlo solo le traería dolor y muerte. El corazón le pedía que fuera honesta y dijera la verdad. Si quería compartir el resto de su vida con ese hombre, debía correr el riesgo y ser sincera con él. Decidió que llevaba demasiado tiempo haciendo caso a su razón, y comenzó a hablar. Le habló de aquél día en la cocina de la abuela Miriam, de la mañana en el cementerio, de su miedo a enfrentarse con la muerte de los que la rodeaban. Le habló de la fiesta de fin de curso, de por qué le rechazó en el instituto, de sus descabezados y de la tarde en la que convenció a Natalia para que se fuera a vivir con ella. Tampoco olvidó la noche de tormenta en que vio a la sombra por primera vez, ni las pesadillas que la torturaban cada noche, ni el sueño que acababa de tener. Cuando terminó, buscó los ojos de Juan esperando encontrar en ellos comprensión o consuelo. En cambio, tuvo que soportar una mirada llena de ira, desprecio y repulsión.

-¿Me crees, verdad?

-¿Qué si te creo? Claro que te creo… ¡creo que estás totalmente chiflada! ¿De veras crees que puedes ver esos números en la frente de las personas? ¿Cómo pudiste decirle algo así a mi hermana? ¿Cómo pudiste aprovecharte de su confianza? Tú tienes la culpa de lo que hizo. La has matado, ¿entiendes? Me da igual que ella te perdonara, o que pensara que le habías hecho un favor. Para mí siempre serás la responsable de la muerte de mi hermana. Deberían encerrarte en un manicomio y no dejarte salir nunca más.

Arrugó la carta y la arrojó sobre la cama. Diana alargó la mano buscando la de él con desesperación, pero Juan se retiró de un salto, cada gesto rebosante de furia mal contenida.

-¡No me toques! ¡No quiero que vuelvas a tocarme nunca más! –chilló.

-Por favor, Juan, tienes que escucharme –consiguió decir ella con voz entrecortada.

-No pienso hacerlo. Para mí ya no existes. Eras tú, y no mi hermana, la que debía haber muerto hoy.

Salió del ático como una exhalación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe brusco. Diana se levantó y trató de ir tras él, pero las piernas le fallaron y se derrumbó ante la puerta. La frente le ardía, los cientos de alfileres convertidos en hierro candente.

-Sólo quería decirte que te quiero –susurró al vacío.


*     *     *


Juan podía sentirla tras la puerta. Contuvo el impulso de entrar y se dijo que debía seguir adelante con la decisión que había tomado. El amor, los recuerdos o la lástima no le harían cambiar de opinión. Natalia merecía que alguien limpiara su nombre. Su hermana no se había suicidado. Había sido manipulada por la retorcida mente de su mejor amiga, la persona en la que confiaba ciegamente. Todos lo sabrían.

Salió de la casa y desechó la idea de conducir hasta la suya. Prefería caminar, necesitaba pensar en todo lo que acababa de ocurrir. Repasó cada una de las palabras que Diana había pronunciado esa noche.

“Realmente está loca” pensó. “Está convencida de que esos números que ve son fechas, y para colmo, fechas relacionadas con la muerte. Ha perdido el juicio, cómo pude no darme cuenta. He desperdiciado mi vida amando a una mujer que nunca ha existido. Mañana llamaré al hospital. Alguien debe hacerlo”.

Las calles vacías amplificaban el eco de sus pisadas. Atravesó el pueblo enumerando las razones que justificaban su reacción y daban sentido al acto de traición que sabía que estaba a punto de cometer. Cualquier cosa con tal de evitar que su mente recordara lo que había estado a punto de decir al escuchar las palabras de Diana tras la puerta del ático: “Yo también te quiero”.

Sus padres aun seguían en el hospital, por lo que el vacío de su casa cayó sobre él como una pesada losa. Evitando las fotos familiares que su madre había colocado sobre la mesa de entrada, subió a su habitación. Sabía que unas horas más tarde sus padres le necesitarían en el mejor estado posible, así que se tumbó sobre la cama y cerró los ojos en un intento de recuperar fuerzas, consciente de que no sería capaz de dormir. Enseguida tuvo que desistir. Notaba que algo se le clavaba en la espalda, así que se incorporó para quitarlo. Era un sobre, con su nombre escrito en mayúsculas. Reconoció la letra de su hermana y sintió alivio al comprobar que no sólo se había acordado de Diana antes de morir. Debía admitir que parte de la ira que le inundó en el ático fue causada por los celos… Se suponía que él era su hermano y también tenía derecho a unas palabras de despedida. Ahora que esas palabras habían llegado a sus manos, no estaba seguro de querer leerlas. Hacerlo significaría decir adiós a Natalia para siempre.


*     *     *


Diana se dio cuenta de que sus padres no estaban en casa cuando después de los gritos y el fuerte portazo no subieron a averiguar qué estaba pasando. Concluyó que la madre de Natalia los habría llamado para comunicarles lo ocurrido, y que en esos momentos estarían ya en el hospital. Además, su padre era el abogado de la familia Solís, por lo que, conociéndole, ya habría tomado las riendas de la situación, ahorrándoles la burocracia que rodea el fallecimiento de un familiar.

Se alegró de estar sola. Giró la llave en la cerradura y se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada. Se levantó y se dirigió al tocador. Miró su rostro y apenas se reconoció. Su mejilla derecha estaba enrojecida a causa del accidente. Tenía la cara llena de lágrimas, el pelo sucio y despeinado, y había perdido el gorro con el que solía protegerse. No podía culpar a Juan por su reacción. Entendía que no creyera ni una sola de sus palabras y debía darle la razón en algo: ella, y sólo ella era la culpable de la muerte de Natalia.

Comprendió que se había escondido de su destino durante demasiado tiempo. Estaba cansada de huir, de tener miedo. Sin Natalia, sin Juan, ya nada tenía sentido. Abrió el cajón del tocador y revolvió los pañuelos y los frascos de colonia hasta encontrar lo que estaba buscando.

Cogió las tijeras, y saludó con ellas a su reflejo, que le respondió con una sonrisa torcida.


*     *     *


Querido Juan:


Cuando descubras esta carta, todo habrá terminado. No hace falta que te diga cuánto te quiero, ni que te de las gracias por todo lo que has hecho por mí. En realidad, estas palabras no son una despedida, sino una explicación. Te conozco, y sé que en estos momentos estarás torturándote buscando las razones por las que he sido capaz de acabar con mi propia vida. En realidad, mi vida tenía los días contados desde hace un año.


Por entonces los dolores de cabeza eran tan fuertes y frecuentes, que acudí a la consulta de un médico, el cual me remitió al hospital para hacerme unas pruebas. Allí descubrieron que tenía un tumor en el cerebro, y que no era operable. Podría llevar una vida normal durante un año. Después, comenzarían las alucinaciones, la pérdida de memoria, la pérdida de funciones y movimiento y por último, la muerte. Me proporcionaron un tratamiento que aliviaría el dolor, y les exigí confidencialidad, algo que respetaron incluso cuando ingresé en psiquiatría. Pase lo que pase, no podrán proporcionaros información sobre el estado de mi tumor hasta mi fallecimiento, y en cualquier caso, será el padre de Diana, como mi abogado, quién podrá hacerlo. Él se encargó de arreglarlo todo y sé que dada su profesionalidad no me delatará. Pensarás que debía haberos hablado de ello, pero mamá estaba tan recuperada, y papá tan ocupado con su trabajo… Tu matrimonio hacía aguas y Diana… A Diana le hice jurar que nunca diría nada. Sé que no habrá incumplido su palabra, en cierto modo me lo debe, aunque estoy segura de que lo hubiera hecho de todas formas, a pesar de todo.


Soy plenamente consciente de que lo que voy a escribir ahora implica romper la promesa que le hice a mi mejor amiga hace quince años. La razón de que me atreva a hacer algo así es sencilla: sé que ella te lo dirá tarde o temprano. La conozco y no será capaz de estar a tu lado sin hacerte partícipe de su secreto. Y te lo digo yo, porque cuando lo haga, tú, el hombre de ciencias que sólo cree en lo que puede tocar, no vas a creerla. A mí, sin embargo, me creerás, porque soy tu hermana y porque he sido testigo de su don, aunque ella lo considere una maldición.


Si no estás sentado, te aconsejo que lo hagas ahora mismo. Allá voy. Diana tiene la facultad de ver la fecha de la muerte de cada persona grabada a fuego en su frente. A mí me dijo la mía, y si no llega a ser porque he decidido adelantarla yo misma sé que se hubiera cumplido de todas maneras. Yo era la única persona que conocía su secreto, por lo que en muchas ocasiones pude saber de la muerte de alguien del pueblo antes de ocurriera. Y nunca, créeme, nunca, se equivocó. Después se tatuaba la fecha en el brazo. Ella decía que era un homenaje, pero yo sabía que era una penitencia. Se castigaba por lo que veía y no podía decir.


Sólo espero que cuando te abra su corazón le hagas sentir que no debe tener miedo ni avergonzarse de sí misma. Hasta entonces, prométeme que guardarás el secreto y velarás por ella. Cuídala como ella ha cuidado de mí durante estos años, quiérela como ella te ha querido desde que tiene uso de razón. Sé que si lo haces, seréis felices, y yo con vosotros.


Te quiero.


Natalia


*     *     *


Diana estaba sentada en el suelo, canturreando una vieja melodía infantil, rodeada de incontables mechones de pelo negro. Sus manos manejaban las tijeras con lentos y eficaces movimientos. Procuraba que el corte estuviera tan a ras del cuero cabelludo como le fuera posible, tarea nada fácil teniendo en cuenta la longitud de su melena. En realidad, el tiempo había dejado también de importar. Sabía que todo tiene su momento. Que no por apretar el paso llegaría antes. Que no por salir huyendo llegaría después.


*     *     *


Juan releyó la carta una y otra vez, hasta casi memorizar su contenido. No entendía por qué no le había contado todo aquello antes. Un tumor… No debía haber ocultado algo así a su familia. Les había robado el derecho a cuidar de ella. ¿Y por qué el padre de Diana no había dicho nada? ¿Por qué la propia Diana no le había dicho nada? De todas formas no podía enfadarse con Natalia. Su hermana siempre había sido así. Un espíritu independiente y rebelde, reacia a dar explicaciones y a cualquier forma de control. En cuanto a Diana... Toda la furia, todo el desprecio que había sentido esa noche hacia ella se había convertido en vergüenza. A pesar de su escepticismo, sabía que Natalia le había contado la verdad. Y lo que más le dolía, es que había incumplido la única petición que ella le había formulado en toda su vida, y le había roto el corazón a la mujer a la que amaba. Le había asegurado que prefería verla muerta.


*     *     *


Con las tijeras aún firmemente sujetas, Diana se pasó la mano por la cabeza, sintiendo cada protuberancia, cada hueco del cráneo bajo sus dedos. Realmente había hecho un buen trabajo. Sacudió los mechones que pendían de su ropa y contempló la alfombra oscura que había creado sobre el suelo. Con una sonrisa en los labios se dirigió al espejo, dispuesta a enfrentarse a lo que su imagen le revelaría.


*     *     *


“Mañana por la mañana iré a pedirle disculpas. Es muy posible que no quiera escucharme, después de todo lo que le ha pasado esta noche. Le diré que estaba muy afectado por la muerte de Natalia y que no sabía lo que decía. Que sentí celos porque mi hermana no se hubiera despedido de mí y sí de ella. Que me daba miedo creerla y por eso reaccioné así. Que siempre la he querido, que voy a cuidar de ella durante el resto de nuestras vidas. Y tal vez no me perdone hoy, ni mañana. Pero con el tiempo lo hará, sé que lo hará”.


*     *     *


Sentada frente al espejo del tocador, Diana acarició la silueta de los números que aquella noche le habían tatuado sobre la frente. Porque ahora entendía que no crecían por sí mismos, sino que era la Sombra la que los grababa una y otra vez a fuego sobre la piel, y los ampliaba según se acercaba la fecha de la Cita. Ahora el dolor había remitido por completo, y no podía apartar los ojos de aquella obra de arte. Solo había visto unos números tan hermosos en la frente de Natalia. Eran tan grandes y tan brillantes como los de ella. En realidad no podía leerlos, porque estaban escritos del revés en su reflejo. Así que buscó lápiz y los copió en un pedazo de papel.

Repasó los trazos un par de veces, para asegurarse que se verían desde el otro lado del papel, y le dio la vuelta. Entonces se dio cuenta de que no eran como los de Natalia... eran exactamente los de Natalia. Miró las tijeras que aún sujetaba en las manos. Y supo lo que tenía que hacer.


*     *     *


Juan daba vueltas en la cama, inquieto. Incapaz de dormir, no dejaba de darle vueltas a todo lo ocurrido en esos últimos días. La imagen de Natalia al ser desconectada de la máquina que le proporcionaba oxígeno se mezclaba con la expresión de puro dolor de Diana cuando le gritó que no volviera a tocarle. Corroído por la angustia, se levantó y abrió la ventana, con la esperanza de que el aire nocturno lo despejara. Un cielo rojizo se extendió ante él y con las primeras gotas de lluvia, supo que aquella noche no presagiaba más que desgracias y sangre.

Sin pensárselo dos veces, salió corriendo en dirección a la casa de Diana, maldiciéndose por haber dejado el coche el coche allí, por su estúpido comportamiento, por no haber sabido leer las señales.


*     *     *


Diana se tumbó en la cama, con los ojos cerrados. El dolor y el miedo, vestidos de rojo carmesí, escapaban a borbotones de su cuerpo, que se hacía más y más liviano, vacío de culpa y remordimiento. Pronto ya no quedaría nada en su interior. Se irían las palabras, los recuerdos, el amor y la nostalgia. Ella también debía irse.

Tenía una Cita a la que no podía faltar.


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